miércoles, 18 de agosto de 2021

RELIGIOSIDAD EN EL ANTIGUO EGIPTO


 

RELIGIOSIDAD

 

            Heródoto escribió que los egipcios eran “los más religiosos de los hombres”, y en efecto, la religión estaba presente en todos sus actos y en todos sus pensamientos. Pero la cosa más asombrosa es que estos hombres y estas mujeres del Antiguo Egipto pudieron llegar a tener esta fama aun estando completamente marginados de las ceremonias y de los ritos más importantes y estar por completo privados de la asistencia espiritual del clero.

            La participación del pueblo en los actos de culto estaba restringida a las fases públicas de las procesiones y de los funerales solemnes. Los fieles acudían en multitud a las grandes fiestas religiosas que se celebraban en los santuarios, pero, en general, su papel era siempre el de simples espectadores.

            Solamente la gran explanada situada frente a los pilares del templo era accesible a todos; los que tenían algún título especial podían acceder al gran patio, después de haberse purificado según las prescripciones. Más allá del patio, la admisión era un raro privilegio, que se iba haciendo más estricto conforme se avanzaba hacia el interior, hasta el lugar en que se encontraba la imagen del dios, donde solamente podía entrar el rey o el oficiante que lo representaba.

            El culto popular se desarrollaba en las pequeñas capillas familiares, o delante de la tumba de los parientes muertos; pero esto bastaba al hombre para sentirse cercano a los dioses y para conformar toda su existencia a aquellas reglas morales que ningún libro sagrado prescribía, pero que todos conocían a través de los tratados sapienciales, en los cuales la imagen de Dios y la ética universal son el fruto de una visión personal que en vano se buscaría en los escritos teológicos.

            En los textos sapienciales, dados a conocer a todos a través de una larga tradición oral, se expresaban el íntimo fervor egipcio y aquellas reglas de comportamiento que merecían ser apreciadas mayormente en su simplicidad, precisamente porque habían nacido fuera de las leyes canónicas; en aquellos escritos, los grandes dioses de Egipto aparecían menos distantes y parecían accesibles a un contacto más humano y directo.

            La devoción popular se dirigía también a divinidades menos altas y solemnes, a aquellos dioses más fácilmente accesibles a los cuales se lograba acceder sin formalidades demasiado complejas y que se podían invocar con expresiones del lenguaje común. Más sencillas, y alejadas de la solemne cadencia ceremonial de los himnos y de las plegarias oficiales; pero también los grandes dioses eran venerados con la misma amorosa confianza.

            La religiosidad personal del hombre egipcio seguía, pues, una vía más íntima y sincera, accediendo a una precisa forma de relegación interior entre el hombre y la divinidad. Lo que más choca es que los dioses fuesen los mismos que los de la religión áulica, vistos, sin embargo, en su aspecto más cercano a las exigencias cotidianas de la gente, a la que se mantenía alejada de los grandiosos santuarios en los que las divinidades eran adoradas de manera oficial e invocadas en el curso de unos ritos complicados y solemnes. Esta religión, más sentida y recoleta, hacía por esto mismo más familiares a los grandes dioses que la compleja teología alejaba del hombre para acercarlos de forma ceremonial solamente al faraón, que era la emanación terrestre de la divinidad.

            En el antiguo Egipto, todas las ceremonias del culto eran teóricamente oficiadas por el soberano; cuando el país fue unificado, se concentró en una sola persona todo el cúmulo de cargas que antes pertenecía a los jefes de los diversos territorios y, por tanto, aun teniendo el título de celebrante, se encontró con que no podía ejercer por sí solo la suma de las cargas y la dirección de todos los actos de culto; así nació la casta del clero, encargada del culto divino en representación del rey y, por tanto, parte del personal de la administración. Con el tiempo, sin embargo, el personal de los templos más importantes aumentó, se acrecentó el poder del clero y esta casta de “funcionarios de la Corona” fue asumiendo autoridad y poder hasta estar, sino formalmente, prácticamente separada de la administración y de la Residencia.

 

El culto oficial. El clero.

 

            El templo egipcio era la casa del dios, y el culto cotidiano consistía en una serie de actos prestados a la divinidad. Este servicio diario era el mismo que los servidores rendían a su señor desde el momento del despertar por la mañana hasta aquel en que se acostaba: no era otra la tarea de los sacerdotes.

            Pero el señor al que se servía era infinitamente más exigente que los ricos propietarios o que los altos funcionarios, y hasta que el mismo faraón, porque era un dios, y su presencia sobre la tierra era posible solamente a condición de que nada contaminase su esencia divina. Se requería el aislamiento más completo a fin de que ninguna mirada profana pudiese posarse sobre la estatua viviente; la pureza del templo debía ser desarrollado con el máximo de rigor y con absoluta puntualidad.

            El oficio matinal era el más complejo y solemne: los portadores de la ofrendas llevaban las bandejas llenas de carne, pan y fruta, ánforas de cerveza y de vino, y disponían su carga sobre la mesa dispuesta en la sala del altar. Los sacerdotes de grado más elevado purificaban los alimentos con aspersiones y  fumigaciones de incienso, mientras pronunciaban las fórmulas de la consagración; finalmente, el Gran Sacerdote rompía el sello que, desde la noche anterior, cerraba la puerta de la celda y separaba los batientes pronunciando la invocación de ritual: “Despiértate en paz, gran Dios; despiértate, y la paz sea contigo”, y a continuación enumeraba los cuarenta y cinco órganos divinos que tomaban vida en el momento en que eran nombrados: “...Tus ojos iluminando la noche, tus cejas se levantan en toda su belleza... Tú esparces sobre la tierra tu polvo de oro”. Cuando el sol surgía en el horizonte, el sacerdote abría la puerta del gran tabernáculo y el dios aparecía al nuevo día, mientras el oficiante, imponiendo las manos sobre la estatua en un simbólico abrazo, le “rendía el alma” recitando la fórmula de la universalidad divina: “Adoro a Tu Majestad con las plegarias prescritas, con las palabras que acrecientan tu poderío... en las sagradas manifestaciones con las que te has revelado desde el nacimiento del mundo”.

            Terminada la simbólica comida de la mañana, la estatua del dios era elevada, purificada, revestida con la ofrenda de las nueve estolas y, finalmente, untada con aceite perfumado.

            Después del ofrecimiento de granos de natrón, de sal mineral y de resma, la estatua volvía a ser encerrada en el tabernáculo, cuyas puertas eran nuevamente selladas, así como también se ponían nueve sellos en los batientes de la puerta de la celda que permanecía cerrada hasta la mañana siguiente, cuando tendría lugar, con el mismo inmutable ritual, la ceremonia del despertar divino.

            A mediodía, cuando el sol estaba alto, en el cenit, se celebraba un nuevo servicio, pero no directamente al dios titular; eran las estatuas de los otros dioses, huéspedes del templo, o la del faraón, las que eran rociadas con agua lustral e incensadas.

            Tampoco el servicio vespertino tenía el complejo ritual que tenía el matutino: el oficio se celebraba en las capillas laterales, donde eran ofrecidos de nuevo alimentos y bebidas; pero las puertas de la celda y del tabernáculo, selladas después de las funciones de la mañana, no se volverían a abrir hasta la mañana siguiente.

            Diariamente, alimentos y bebidas eran servidas al dios, y las del día anterior eran retiradas a fin de que, después de haber saciado simbólicamente también a las estatuas de las otras divinidades presentes en el templo, pudieran ser consumidas por los sacerdotes, que vivían de tales ofrendas, como privilegiados por el soberano, que los había dotado también con las rentas alimenticias del templo.

            De estas ceremonias que acontecían en la parte más recóndita del santuario, en presencia de unos pocos sacerdotes o, en determinados casos especiales, del faraón y de sus más íntimos, nosotros sabemos hoy mucho más de cuanto sabían los habitantes del antiguo Egipto. El pueblo no sabía nada de lo que sucedía en el interior del templo, no estaba al corriente de las diferentes fases de las ceremonias y quizá ni siquiera sabía a qué horas se desarrollaban los ritos.

            La multitud de los fieles podía, sin embargo, asistir al oficio solemne que, cada cuatro o cinco días, se celebraba fuera del santuario, cuando la estatua, encerrada en su tabernáculo, que era puesto en la barca sagrada, llevada a hombros por sacerdotes, recorría en procesión las calles de la ciudad o de la aldea. 

            Precedido por un incensador y seguido por el clero del templo, el tabernáculo seguía un itinerario preestablecido, deteniéndose en los lugares donde estaban señaladas las estaciones de descanso, en ellas, la barca era apoyada sobre un pedestal, mientras los sacerdotes cumplían con los ritos y los oficios prescritos.

 

            Las acciones del clero egipcio estaban, como se ve, totalmente basadas en el culto a los dioses; más allá de estas competencias, los sacerdotes eran ciudadanos normales, si bien de una casta particular. En su condición de servidores de un dios, estaban obligados a ciertas formas de purificación y a determinadas abstinencias; tenían deberes específicos y obedecían algunas prohibiciones; pero, en general, como se verá, muchos sacerdotes tenían también cargos eminentemente civiles.

            La irreductible carencia de aptitud para el pensamiento abstracto, típica, como se ha dicho, de la antigua civilización de Egipto, provocó un vuelco del concepto fundamental del sacerdocio.

            Una religión basada sobre el culto en vez de sobre el dogma, no tenía necesidad de ministros que iluminasen las creencias en las mentes de las personas; el sacerdote egipcio era un funcionario dedicado exclusivamente al servicio del dios, sin ninguna obligación de llevar a cabo misiones de proselitismo o cura de almas.

            Del caos primordial, los dioses habían extraído el orden cósmico, el ritmo de los grandes fenómenos celestes, de las estaciones, de los días y las noches; toda la armonía del mundo creado estaba representada para los egipcios por la diosa Maat, que regulaba también el orden terrestre, la verdad y la justicia, la armonía y el equilibrio.

            El control de todos los elementos del mundo celeste y del mundo terrestre, que con su armónica alternancia garantizaban a lo creado contra todo peligro de ruina y contra el disgregamiento del orden, era transferido al faraón. Este cargo constituía una reminiscencia ancestral de los tiempos prehistóricos, cuando el jefe del clan reunía en sí la fuerza vital de los súbditos y era el intérprete de la voluntad del dios, el emisario de su potencia mágica, el responsable de la existencia de los hombres de la tribu, dotado de poderes sobre las fuerzas naturales por intervención divina.

            El faraón de los tiempos históricos mantenía el orden universal asegurando el curso divino y dictando leyes para los hombres. Todos los actos del culto eran teóricamente realizados por el rey: en los relieves de los templos, en las pinturas, en las estelas, es solamente el rey el que lleva a cabo los actos del culto. Los sacerdotes egipcios tenían encomendada únicamente la misión delegada de mantener la integridad de la presencia de los dioses sobre la tierra, en los templos donde estos habían puesto su morada.

            La religión popular no tenía nada que ver con ellos, los sacerdotes no tenían relaciones de ningún tipo con la gente común.

            Su condición era el de los servidores de la divinidad, que cumplían impersonalmente los actos del culto y los ritos de los que únicamente el soberano era el oficiante legítimo. Del mismo modo, el Gran Sacerdote no era más que “el primer servidor del dios”.

            Otra importante característica de la religión egipcia era la falta absoluta de relaciones entre los distintos colegios sacerdotales; no existían órganos centrales de coordinación. Solamente a partir del Imperio Nuevo fue nombrado por el rey un “Jefe de los Profetas del Alto y del Bajo Egipto”. Tal cargo fue confiado al Primer Profeta de Amón de Karnak, que de esta forma vino a encontrarse en la posición de Gran Sacerdote, con jurisdicción sobre todos los santuarios del país. Pero la oposición de los colegios sacerdotales de los templos más importantes, celosos de sus prerrogativas y orgullosos de sus antiquísimas tradiciones, hizo que tal cargo terminara siendo enteramente ineficaz. Muchos soberanos previsores, adivinando que la duración de su reinado sería larga, abolieron este por las muchas interferencias que su ejercicio comportaba. Por lo que sabemos, la religión no tuvo jamás un preboste con jurisdicción en todo el territorio de Egipto.

            Las categorías más comunes de sacerdotes, los “purificados”, “... se lavan dos veces al día con agua fría, y dos veces durante la noche” (Heródoto, II, 37). Debían, además, rasurarse todo el cuerpo, “... a fin de que ningún piojo ni ninguna otra inmundicia esté sobre su cuerpo mientras rinden culto a los dioses”; los sacerdotes, además, eran circuncidados.   

            Los autores griegos nos informan de que los sacerdotes no podían comer determinadas partes de los animales debían evitar la carne de vaca, de cerdo, de pécora, de paloma y de pelícano; abstenerse, además, de comer pescado, legumbre y ajo; beber poquísimo vino y evitar las sal. La abstinencia sexual era obligatoria durante el periodo de servicio en el templo, pero no estaba escrito el celibato, aunque, por lo que se puede deducir de ciertas fuentes indirectas, parece que no era permitida más de una mujer.

            El hábito sacerdotal tenía que ser de lino y las sandalias de fibra de palma. Estaban prohibidos los vestidos de lana y las sandalias de cuero. 

            No existen documentos que nos iluminen sobre la preparación al sacerdocio, pero,  dada la elaborada jerarquía que se daba dentro de la casta, es probable que al menos los grados más elevados tuviesen una seria preparación de carácter teológico y litúrgico.

            Aunque el cumplimiento de los deberes conexos a la posición sacerdotal fuese relativamente sencillo, el acceso a los rangos del clero era más bien complicado. Teniendo beneficios notables, el número de solicitudes para formar parte del clero era muy elevado. Generalmente se llegaba al sacerdocio por herencia o por adquisición del cargo; rara vez por elección. 

            En un país como Egipto, en el que la consecución de una renta ponía al resguardo de toda preocupación, un empleo en el templo era tan ambicionado que desde el Antiguo Imperio se dieron casos de transmisión testamentaria del cargo de sacerdote. Sobre todo en lo que se refiere a los grados más altos, era costumbre dejar en herencia al hijo la función sacerdotal, y, en la Época Baja, no son raros los casos en que alcanzan hasta quince generaciones de sacerdotes de una misma familia pertenecientes al clero del mismo templo. Aunque estaba generalizada, esta costumbre no fue jamás codificada, porque el derecho a nombrar a los sacerdotes era prerrogativa del soberano. Por lo general, la injerencia regia era muy rara y se verificaba solamente por razones políticas, cuando se trataba de nombrar al jefe de un colegio sacerdotal o de poner al frente de determinadas funciones importantes a alguna persona de la confianza del rey.

            Se recurría a la elección del personal encargado del servicio de la divinidad cuando se hacía necesario ocupar puestos vacantes; un restringido comité de sacerdotes decidía entonces a quién se confiaba el cargo.

            Otra manera de acceder al sacerdocio era, al menos a partir del Imperio Medio, la adquisición del derecho al cargo y a las rentas conexas; este uso se hizo frecuente en la Época Baja, por lo que se refiere a algunos de los grados inferiores y a las tareas auxiliares.

             El personal adscrito al templo pertenecía a diferentes clases sacerdotales que no nos resulta fácil de definir con precisión a causa de la intercambialidad de las funciones y del periodo limitado de servicio a los que cada uno era llamado a hacer su servicio.

            El Primer Profeta era el jefe efectivo del colegio sacerdotal de un dios; este título era, por otra parte, específico del jefe del clero tebano de Amón. El cargo está atestiguado desde la Duodécima dinastía, pero no directamente; de hecho, se tiene noticia de la existencia, en aquella época, de un Segundo Profeta de Amón. El caso del colegio sacerdotal de Tebas es citado muy a menudo, porque constituye el ejemplo más llamativo de lo nocivo que resultó para la monarquía el poder temporal de los templos egipcios.

            Por la naturaleza de sus funciones, el “Primer Profeta de Amón habría debido tener una influencia de carácter exclusivamente religioso en el ámbito del templo del dios de Tebas, pero, de hecho, alcanzó a tener un enorme peso político a partir de la Decimoctava dinastía. Aquellos soberanos, efectivamente, dieron principio al enriquecimiento, más allá de toda medida, de la “Casa de Amón”, mediante donaciones de tierras y materias primas que constituían la asignación de bienes que la casa reinante hacía al dios, entregándole directamente parte de los tributos anuales de las colonias y de las posesiones asiáticas. Cada soberano tomaba como un deber hacer construir nuevos edificios sagrados en el recinto de Karnak y acrecentar las riquezas del dios con benéficos de todo género.

            Formaba parte del personal al servicio del dios, además del Gran Sacerdote, jefe reconocido de un determinado colegio, los especialistas encargados de la vestimenta de la divinidad, los escribas de la “Casa de la Vida”, los escribas del libro divino, los sacerdotes dedicados a la definición de los días fastos y nefastos, músicos y cantores varones y hembras. Muchos desocupados se arrimaban al templo y, a cambio de su escaso patrimonio, obtenían permiso para poder desarrollar cualquier tarea de poca monta retribuida en el ámbito de las actividades subsidiarias.

            Los especialistas y los componentes de las clases inferiores del clero se encontraban a veces con que estaban menos indisolublemente ligados a la vida del templo, aunque en realidad toda su existencia dependía directa o indirectamente del lugar sagrado; en efecto, también las demás actividades que podían desempeñar en la ciudad estaban ligadas a la posición, más o menos elevada, que ocupaban en el servicio del dios. El personal auxiliar, y los mismos sacerdotes que, como se ha visto, eran llamados a trabajar solo durante unos pocos meses al año, ejercitaban la magia, el exorcismo y, a veces, la medicina cuando se encontraban libres de sus tareas. Los templos egipcios constituían también un complejo económico, administrativo y cultural de grandes intereses. De forma semejante a los monasterios medievales de la baja Edad Media, ellos centraban la suma del saber y de la ciencia de su época.

            Si no se puede poner en duda que el hombre egipcio fuese verdaderamente el hombre “más religioso del mundo”, si se puede plantear si el clero que tan poco tenía que ver con tal religiosidad, era verdaderamente como lo describen las fórmulas laudatorias de los textos: “... Un hombre discreto sobre aquello que veía; un sabio, hábil en el desempeño de su profesión, amado por sus conciudadanos; un hombre cuya presencia era notada, verdaderamente estimado en su ciudad, alabado por sus hermanos”.

            Tenemos que pensar que en la mayoría de los casos los sacerdotes egipcios tenían derecho a la estima y al respeto, pero nos han llegado muchos documentos que arrojan multitud de sombras sobre esta figura que la tradición nos ha hecho siempre entrever bajo un perfil austero y distanciado de las cosas de este mundo. 

            Como ya hemos dicho, el sacerdote egipcio tenía la función de servir al dios del templo al cual estaba adscrito; no tenía competencias de carácter espiritual ni de proselitismo; las más altas jerarquías elaboraban complejas teologías, pero su distanciamiento del pueblo era total. 

            Los templos del antiguo Egipto eran riquísimos, provistos de grandes beneficios por los soberanos que se sucedían en el trono, así como de rentas y propiedades de todo tipo, que, por otra parte, estaban a menudo exentas de cualquier impuesto; la administración de estas propiedades era muy precisa y dependía de los funcionarios del templo, bastante hábiles en tal menester. Algunas crónicas que han llegado hasta nosotros hacen pensar; sin embargo, que en Egipto los sacerdotes eran comunes mortales, con apetitos y tentaciones humanas.

            Durante los reinados de Ramsés IV y Ramsés V, en un periodo oscuro de la historia egipcia por causa de la debilidad y la incapacidad de los faraones, que solamente por el nombre recordaban a los grandes Ramsés II y Ramsés III, en el templo de Khnum, en Elefantina, tuvieron lugar sucesos dramáticos, de los que nos suministran noticias actas judiciales coetáneas; sucesos que implicaron a la casi totalidad de los sacerdotes de aquel colegio sacerdotal.

            Un cierto sacerdote llamado Penanuqi y un barquero poco escrupuloso decidieron enriquecerse a expensas del templo, y corrompiendo a sacerdotes y autoridades civiles, consiguieron apoderarse de los animales sagrados para venderlos. Penanuqi se apropió después de un precioso amuleto, de un cofre de joyas y desvalijó  el almacén de los tejidos. Los sacerdotes que se oponían a estas fechorías eran maltratados, cegados o mutilados; los más tibios, terminaron participando en el saqueo de los bienes del templo y del tesoro de la diosa Anukis. El escriba encargado de la administración fue sobornado mediante grandes regalos y la expoliación continuó hasta que el escándalo se hizo general. Siguió un proceso cuyos resultados no se conocen, pero algunas inscripciones ligeramente posteriores hacen suponer que algunos de los principales implicados no tuvieron el menor tropiezo en su carrera por lo que había sucedido.

            El caso de Peteisis, que bajo Psamético I, escribió la crónica de una contienda que opuso a su familia al clero del templo de Amón en el-Hiba por espacio de más de un siglo y medio, es sintomático: el clero del templo, en más de una ocasión, injurió, humilló y sustrajo bienes y beneficios a la familia de Peteisis y hasta agredió y dio muerte a algunos de sus miembros.

            Es probable que muchos sacerdotes de pequeños santuarios locales, aislados en lejanas provincias, hubiesen abrazado el Estado sacerdotal para asegurarse rentas suficientes para llevar una vida modesta y que de hecho no estuviesen demasiado ligados a una religión que les exigía únicamente el cumplimiento de una serie de actos formales. Su vida transcurría monótonamente: el servicio que tenían que prestar al dios les ocupaba solamente una parte de la jornada. Debemos pensar; además, que la mayoría de los templos menores contaban solo con una decena de sacerdotes que, durante meses y años, no tenían otra cosa que hacer que llevar al dios las ofrendas de alimentos y bebidas, lavar; vestir y ungir la estatua mientras recitaban unas pocas fórmulas; y tampoco en el terreno espiritual tenían el menor motivo de elevación. Solo los grandes colegios, que contaban con centenares de sacerdotes, tenían mayores responsabilidades sobre el plano teológico y ritual; como todavía acaece hoy en día, las pequeñas comunidades estaban alejadas del mal, pero estaban igualmente alejadas del bien, y los sacerdotes de los pequeños templos provinciales, provistos de rentas apenas suficientes para vivir, si no eran precisamente como  Penanuqi, no parece que fueran tampoco tan santos como Petosiris. 

            En las inscripciones incisas sobre las jambas de las puertas del templo Edfú se leen algunos preceptos que, por el hecho mismo de haber sido formulados, indican que a menudo eran transgredidos: 

            “Vosotros todos, jueces, administradores del templo, intendentes que estáis en vuestro mes de servicio..., no os presentéis en estado de pecado. No digáis mentiras en su casa. No sustraigáis nada de las provisiones; no impongáis tasas (injustas), dañando de tal modo al débil y beneficiando a poderoso... No os dediquéis al saqueo... No tendáis la mano sobre nada dentro de su morada y no oséis robar delante de dios ni llevéis en el corazón ningún pensamiento sacrílego. Podéis vivir de las provisiones de los dioses, pero por provisiones se entiende aquello que queda en el altar después de que el dios se haya saciado” (Edfú, II, 36012-3625).

            “No sostengáis la falsedad contra la verdad invocando al dios... No dejéis pasar mucho tiempo sin invocarle a él, cuando estéis dispensados de presentarle las ofrendas... No frecuentéis el lugar de las mujeres; no hagáis aquello que no se debe hacer... No realicéis el servicio sagrado según vuestro capricho” (Edfú, III, 361-3624).

 

                                                                      Javier Rodríguez Vico

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